Christina me rodea
los hombros con los brazos, y eso hace que el dolor empeore, porque me recuerda
todas las veces que los delgados brazos de Tris me rodearon, primero
vacilantes, después más fuertes, más confiados, más seguros de ella y de mí. Me
recuerda que ningún abrazo volverá a ser igual porque ninguno será como los
suyos, porque ella se ha ido.
Se ha ido y, aunque llorar me parece inútil y absurdo,
estúpido, es lo único que puedo hacer. Christina me mantiene erguido y no dice
palabra durante un buen rato.
Al final me aparto, pero ella deja sus manos sobre
mis hombros, cálidas y llenas de callos. A lo mejor con las personas pasa como
con la piel de las manos: que se endurecen después de sufrir mucho dolor. Sin
embargo, no quiero convertirme en un hombre endurecido y frío.
Cuatro
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