Después,
tendida de cara al cielo, temblando aun de amor, Liria María yace como si toda
la languidez del mundo se hubiese alojado en su cuerpo de niña. Con la popelina
de la enagua pegada su piel blanquísima, besada apenas por el mar, tiene en su
cuerpo el gesto de una sirena desmayada. Él, con toda la luz de la tarde
convergiendo en sus ojos negros, la contempla en silencio. En esos momentos su
corazón es un frágil volantín en vuelo sosteniendo por la pura brisa del amor
de aquella niña tan dulce. Y se lo dice. Ella lo mira y piensa que la pasión le
ha agregado mas carbón a sus ojos negros. Como nunca antes había amado, cada
caricia y cada una de sus palabras de amor les resulta un descubrimiento nuevo,
un asombro, una maravilla.
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